Pocas ideas han hecho tanta presa en la imaginación de los urbanistas como la de “ciudad inteligente”: la utopía de una metrópolis que, totalmente interconectada mediante sensores, acaba con cualquier fricción por mor de de la eficiencia. Es adecuado hablar de “presa”, ya que la reciente fiebre que ha desatado la “ciudad inteligente” emana en parte de las agresivas iniciativas de empresas como IBM, Cisco y Microsoft, dispuestas a vender sus caras y aparatosas soluciones para todo a alcaldes del mundo entero escasos de fondos pero necesitados de innovaciones. Y aunque las primeras ciudades inteligentes —Masdar en Arabia Saudí y Songdo en Corea del Sur— parecen más cercanas al taylorismo que al urbanismo, el entusiasmo no remite. Una tras otra, las ciudades —desde San José a Barcelona, pasando por Río de Janeiro y Milán— se mueren por tornarse más inteligentes. Ahora la ciudad-Estado de Singapur ha anunciado su intención de instalar en sus paradas de autobús, parques y cruces de calles cajetines con sensores de varios organismos. El supuesto objetivo es reconducir los servicios públicos hacia un modelo “de anticipación”, que pueda evitar por completo los problemas urbanos más corrientes, mediante sensores y cámaras que controlen la longitud de las colas de taxis, la limpieza de las zonas públicas y cualquier aparcamiento ilegal que se realice. Por ejemplo, solo se enviarían limpiadores a las zonas que realmente los necesitaran. Aún no se sabe si los sensores denunciarán a quienes escupan chicle, un delito penado en Singapur. El consenso que se está imponiendo —según el cual la “ciudad inteligente” debe ser eficiente, libre de fricciones y gestionada por empresas de alta tecnología— resulta polémico. Críticos como el diseñador y artista británico Usman Haque defienden las virtudes del desorden, aduciendo que las iniciativas destinadas a evitar conflictos mediante analistas de macrodatos son incompatibles con el urbanismo. En su libro de 2013 Smart Cities Anthony Townsend, otro vehemente detractor de las “ciudades inteligentes”, señala que, aunque hay mucho de loable en ellas, son sus habitantes los que deben tener capacidad para hackearlas y modificarlas; de lo contrario, estarán tan infestadas de virus y resultarán tan limitadoras como nuestros programas informáticos. Adam Greenfield, también ensayista sobre temas tecnológicos, ha escrito hace poco Contra la Ciudad Inteligente, un incisivo panfleto en el que advierte de que la propia etiqueta “ciudad inteligente” sirve de tapadera retórica para la privatización de los servicios públicos. Esos detractores hacen bien en recalcar aspectos del urbanismo como el descubrimiento casual, la espontaneidad y la comunidad que el debate actual no aborda adecuadamente. Una ciudad realmente “inteligente” no es aquella que puede hacer más con menos —un gran lema para tiempos de austeridad—, sino la que conoce e incluso se enorgullece de sus propias limitaciones e imperfecciones. Es la que respeta a todas y cada una de las minorías que no causan daño con su singularidad y la que no vulnera derechos de sus habitantes como es el propio derecho a la ciudad. Sin embargo, ¿cómo se traduce esa actitud humanista en tecnologías concretas? En este sentido, ni siquiera los detractores tienen mucho que ofrecer. Quizá un buen punto de partida sea intentar definir las antípodas de la “ciudad inteligente” dirigida por empresas. Ideológicamente, ¿cuál es el opuesto que, a través de acusados contrastes, pondrá de relieve sus ventajas y limitaciones? ¿Es acaso la “ciudad tonta”? Hoy en día, cuando los cubos de basura rebosan de sensores y las farolas están provistas de complejas cámaras, es perfectamente comprensible añorar el urbanismo analógico, sobre todo después del escándalo de la NSA estadounidense. Por desgracia, esa nostalgia es históricamente analfabeta: las ciudades siempre han sido ingeniosas proezas de la ingeniería, útiles para probar nuevas y asombrosas invenciones, ya fueran alcantarillas, vacunas o ferrocarriles suburbanos. En una ciudad libre de tecnología ninguna autenticidad se puede encontrar.
Si la alternativa no es la “ciudad tonta”, quizás lo sea la “aldea inteligente”: ¿una población tan rural como profundamente tecnológica? Esto entroncaría con la arraigada tradición intelectual de vapuleo a la ciudad: odiar a las urbes nunca equivalió a ser partidario de una vida que, libre de fontanería, se basara en un trabajo incesante y un heroico ascetismo. Como demuestra el historiador Steven Conn en su nuevo libro Americans Against the City: Anti-Urbanism in the Twentieth Century, la tecnología y el urbanismo siempre han mantenido una relación ambigua: por una parte, está claro que la tecnología generó ruido, congestión y superpoblación, pero, por otra, muchas tecnologías —desde la electricidad a la automoción— también prometieron una mayor facilidad para abandonar cómodamente la ciudad.
Muchos radicales utópicos esperaban que las nuevas tecnologías les permitieran escapar del sistema fabril y satisfacer sus propias necesidades en el campo. Como señaló Ralph Borsodi, uno de los principales defensores de ese antiurbanismo hipertecnológico, en su éxito de ventas Flight from the City (1933), “la producción interna(...) no solo aniquilaría la indeseable y prescindible fábrica al privarla de mercado para sus productos[SINO] que(...) convertiría [a hombres y mujeres] en dueños de las máquinas en lugar de en siervos de las mismas(...) los liberaría para la conquista de la comodidad, la belleza y la comprensión”. ¡Poco podía saber sobre el potencial de los espacios para hackers, las impresoras en 3D y los termostatos inteligentes! En la actualidad, cuando uno puede imprimir ropa, herramientas e incluso comida sin salir de su sótano la opción rural resulta todavía más atractiva.
Pensemos en Open Source Ecology [Ecología de código abierto], un grupo de entusiastas de la ciencia y la ingeniería radicado en Misuri que está desarrollando el Equipo de Construcción de la Aldea Global: un conjunto de herramientas fáciles de usar, como tractores y hornos de panadero, que servirán para organizar una nueva comunidad con poco dinero y en poco tiempo. Hoy en día, la proximidad a la cultura también es menos problemática, ya que los dispositivos de lectura y las tabletas pueden almacenar miles de libros, y YouTube y Netflix constituyen una fuente inagotable de entretenimiento e instrucción.
Con todo, está claro que la “aldea inteligente” bien podría caer en el “suburbio inteligente”, proporcionando todas las comodidades de la vida urbana pero ninguna de las formas de realización social y espiritual que parecen escasear en las ciudades. Un iPad, una impresora en 3D y un automóvil sin conductor no son constitutivos de una aldea inteligente: como ya descubrió una generación anterior de vapuleadores de la ciudad, sin reformas sociales y económicas, la capacidad emancipadora de la tecnología es muy limitada. Una impresora en 3D solo será liberadora si puede redundar en una mayor comodidad, pero siempre dependerá de un costoso suministro.
El otro peligro es que la “aldea inteligente” acabe siendo una réplica de la “ciudad inteligente”, pero con más árboles y pajaritos. Y eso también sería un error. El objetivo es desplegar la tecnología con sensatez —¡no por doquier!—, creando un ámbito espaciotemporal que se rija por normas distintas. La cuestión no es trabajar más en entornos más bonitos sino cuánto trabajamos.
La indagación en los ritmos temporales, las pautas de conectividad y los rituales laborales de la “aldea inteligente” debería llevarnos a reconsiderar la concepción actual de la “ciudad inteligente”: la eficiencia, la productividad y la solución de problemas por adelantado son objetivos loables para los déspotas hipertecnológicos y para jefes de ventas, pero las ciudades nunca se han preciado únicamente de albergar actividades comerciales. También han acogido actividades recreativas y de ocio opuestas al paradigma de hipereficiencia taylorista de la “ciudad inteligente”. Una urbe abierta al ocio no será menos “inteligente” que Singapur. Sería lamentable que los heraldos de la tecnología nos convencieran de lo contrario, eso si tenemos tiempo para escucharles.
Evgeny Morozov es profesor visitante en la Universidad de Stanford y profesor en la New America Foundation.
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo
Fuente: El Pais
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario