Foto: Naoya Fuji, Small House (CC)
El suelo es todo, el edificio no vale nada, la casa refleja al propietario. Todos queremos tener cosas especiales porque queremos ser especiales. Queremos que nuestro reloj sea especial, que nuestro teléfono móvil sea especial y que nuestro coche sea especial. Y queremos que nuestra casa, normalmente el objeto más caro que compraremos en la vida, también sea especial. Sin embargo no lo es. Solemos vivir en pisos o chalets idénticos al de al lado o al de arriba o al de enfrente, con unas diferencias apenas decorativas o cosméticas. Las razones de esta uniformidad son muy complejas y están yuxtapuestas e interrelacionadas dentro del mastodonte social. Economía y revalorización Ignorancia de las posibilidades arquitectónicas, una oferta monótona y dominante a cuyas decisiones no podemos o no queremos tener acceso o el miedo a que la diferencia respecto a lo establecido encarezca aún más una compra que ya es enormemente costosa. Pero hay otra razón. Una muy interesante que apuntó la periodista Lucy Alexander en The Wall Street Journal y que merece una reflexión detenida: la importancia de la perspectiva de revalorización económica. En el hemisferio occidental, la adquisición de inmuebles tiene una fuerte componente de inversión, a veces honesta y a veces especulativa. Y, aunque es cierto que el precio de la vivienda ha vivido un proceso sostenido de caída durante los años de la crisis, también lo es que en muchos países de Occidente, e incluso en varios lugares de España, ya se están viendo repuntes. De hecho, es bastante posible que, a corto o medio plazo, los pisos vuelvan a experimentar un crecimiento general de su valor. Se diría que está en la genética económica de nuestra sociedad: cuando compramos una casa solemos pensar en la revalorización futura que pueda tener, aunque la hayamos adquirido exclusivamente como vivienda propia. Incluso cuando construimos nuestra casa, tendemos a pensar más allá del disfrute de la misma. Una vivienda para vender Este posicionamiento, unido a la tradicional concepción de la casa como un elemento compacto y duradero, acaba generando una suerte de imprimación psicológica en la cultura arquitectónica occidental. Para entendernos, si queremos que nuestra vivienda se pueda vender en el futuro, lo más probable es que apelemos a la convencionalidad. Nuestra casa tiene que gustarle a un posible comprador del que no sabemos nada porque ni siquiera sabemos cuándo se realizara la compraventa. En un par de años o dentro de veinte. Por tanto, acabamos tirando del mínimo común denominador. Algo que no sea demasiado excéntrico, que no sea demasiado especial. Algo que guste a todo el mundo. Por supuesto, esta circunstancia es muy evidente en promotores o inversores inmobiliarios porque, para ellos, la arquitectura solo es un objeto monetario. Sin embargo, como ya hemos dicho, también anida en el subconsciente de cualquier persona que compre o construya una vivienda. Porque forma parte de las capas del constructo social occidental. Japón: el mundo al revés Entonces, ¿serían las cosas -y las casas- distintas si fuesen distintas las condiciones de perdurabilidad y de revalorización económica? Para comprobarlo solo tenemos que viajar al país que más Premios Pritzker ha recibido desde la creación del galardón hace ya 36 años: Japón. De trágica actualidad, los terremotos son una de las catástrofes naturales más devastadoras del planeta. Y, como vimos en el artículo sobre la arquitectura de papel de Shigeru Ban, Japón es uno de los países con más actividad sísmica desde hace milenios. Esta es una de las razones -quizá la principal- por la que la arquitectura nipona elude tradicionalmente la piedra y los materiales rígidos en favor de la madera, el acero y los sistemas constructivos flexibles y rápidos. No solo porque estos sistemas resisten mejor los empujes de un terremoto, sino también porque, al ser más baratos y de mucha mayor velocidad en la construcción, las pérdidas económicas son notablemente inferiores. El suelo vale mucho más que el edificio La amenaza de una posible destrucción y reconstrucción hace que la propia concepción japonesa de la arquitectura haya relegado la idea de perdurabilidad. Lo cual provoca una segunda consecuencia: el precio del suelo es muy superior al coste de construcción del edificio. Lo cual, a su vez, ha generado un comportamiento del mercado inmobiliario notablemente distinto al occidental. Desde hace ya más de tres décadas, el precio de la vivienda usada sufre una caída prácticamente instantánea desde el momento de la compra. Los japoneses consideran a la vivienda en términos similares a los coches: en cuanto pones un pie en una casa nueva, comienza a perder valor.
Así, es perfectamente lógico ver que las casas japonesas, incluso las unifamiliares y las autopromovidas, acaban respondiendo a los deseos únicos de sus propietarios. La vivienda japonesa es inconscientemente efímera porque no hay deseo ni necesidad y ni siquiera posibilidad de venderse en el futuro. De hecho, es incluso posible que se tenga que derribar o desmontar y construir otra vivienda en el mismo terreno.
Casas a medida
Y si el suelo es tan caro y la vivienda tiene que gustarme solo a mí, entonces la arquitectura se convierte en un estuche. Un traje a medida de su usuario. Hay centenares de ejemplos por toda la geografía nipona de viviendas innovadoras, sugerentes y decididamente especiales. Casas mínimas como la Ring House del estudio TNA, construida en un bosque de Karuizawa y que distribuye sus poco más de 85 m2 útiles en tres plantas y con un único dormitorio.
O como la aún más pequeña Small House. Proyectada por Kazuyo Sejima, esta epónima "casa pequeña" se levanta en un solar urbano de Tokio. Y sus 77 m2 se reparten en una mini torre de cuatro plantas que alabea su silueta de vidrio y acero como un caminante o una bailarina sobre los apenas 60 m2 de terreno que le pertenecen.
Hay ejemplos tan radicales como la Lucky Drops de Atelier Tekuto. Un solar trapezoidal de 29 metros de largo y un ancho máximo de 3.26 metros y mínimo de 80 centímetros. Un terreno casi imposible de edificar pero que era el único que los propietarios podían costearse.
Además, los retranqueos obligatorios de la normativa urbanística redujeron la superficie construible a apenas 22 m2, por lo que la mayor parte de la vivienda se sitúa semienterrada. Por eso los arquitectos la llamaron Lucky Drops, una expresión que, en Japón, significa algo así como "lo mejor para el final".
La existencia de tantas casas inventivas y ajustadas a sus particulares usuarios no significa que esta concepción espacial y constructiva sea la norma en el país del sol naciente. Tampoco significa que no haya miles de viviendas expresivas, diferentes y de enorme calidad en el resto del mundo. Sin embargo, este tipo de edificaciones son lo suficientemente numerosas y relevantes en Japón como para que se hayan convertido casi en una imagen de marca de la arquitectura nipona.
No en vano, fue en su capital donde Toyo Ito planteó hace ya treinta años el ejemplo más extremo, más interesante y más consciente de la condición japonesa de la vivienda: el Pao de la Chica Nómada de Tokio.
Planteado en 1985, el proyecto de Ito es una vivienda plegable y portátil. Una suerte de cabaña textil que ni siquiera cuenta con cocina o cuarto de baño, porque se sirve de los servicios de la propia ciudad. La vivienda bucea en la urbe y parasita sus servicios. Los hoteles-cápsula, los restaurantes, los baños públicos; todo eso te lo ofrece la ciudad.
Lo que no te ofrece es la soledad. Y todos necesitamos soledad porque necesitamos intimidad. El pao proporciona esa intimidad a través de tres operaciones diminutas, tres muebles íntimos: el mueble de la información, el mueble del descanso y el mueble del embellecimiento. Mientras, la casa se disuelve en lo que Ito llamó "la llanura mediática de Tokio". Si la vivienda es tan cara que no podemos tener un trozo de espacio en la ciudad, entonces toda la ciudad es nuestro espacio.
Fuente: El Economista
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