Espacios diáfanos que facilitan la comunicación y el trabajo en equipo; diseño y luz; zonas de relajación; ergonomía; tecnología multitarea… El nuevo hábitat del empleado de oficina consiste encrear ambientes confortables y funcionales, incluso atractivos, para realizar las tareas con más eficacia. En definitiva, para ser más productivos.
Una filosofía del trabajo que tiene sentido. Es allí donde pasamos una gran parte de nuestra vida, de manera que la tendencia es convertirla en una segunda casa, aunque compartida, claro. Lo que hoy se considera el entorno ideal de un puesto de trabajo es la consecuencia de una larga evolución que comienza en las mesas de los escribanos y que corre en paralelo a la organización de las tareas en las empresas. Esa es la historia que Nikil Saval nos relata en Cubed: A Secret History of the Workplace, en el que la economía, la arquitectura y la cultura se combinan para guiarnos por ese camino que nos ha llevado hasta la oficina 3.0.
“Las oficinas nacieron como cavernas húmedas, con torres de archivos hacinadas por todas partes, como si fueran estalagmitas oscuras. Sin embargo, en los 50 empezaron a volverse lugares limpios y deslumbrantemente iluminados”, explicaba el autor del libro en el New York Times. Y es que fue hace poco cuando empezó a entenderse hasta qué punto la productividad también tiene que ver con el entorno.
Como cuenta Saval, el cambio se inició en el siglo XX, a partir de las teorías del ingeniero Frederick Taylor, que pretendía eliminar todas las deficiencias en las tareas administrativas. Propusotrasladar las técnicas industriales a las oficinas, convirtiendo esos lugares en espacios abiertos, organizados por tareas que pasaban de una mesa a otra y de un departamento a otro como si fueran cadenas de producción.
Esa concepción inspiró al arquitecto Frank Lloyd-Wright para diseñar en Nueva York el Larkin Administration, considerado como el primer edificio de oficinas moderno, con salas enormes y diáfanas donde se instalaban filas interminables de escritorios sencillos ocupados por máquinas de escribir y grandes pilas de papel.
No se trataba sólo de organizar el trabajo de manera eficaz, sino de lograr una supervisión continua y directa por parte de cada jefe de departamento al eliminar obstáculos visuales y zonas cerradas. El razonamiento era simple: un mayor control lograría que cada empleado aprovechara al máximo su tiempo.
Hasta la Segunda Guerra Mundial, las teorías de Taylor y el orden militar configuraron las oficinas, pero más tarde el diseñador Robert Propst, con el apoyo del empresario Herman Miller, fabricante de mobiliario profesional, plantearon un nuevo escenario: entornos donde los empleados se sintieran más cómodos, en espacios diáfanos pero con cierta autonomía que les permitiera trabajar a varios niveles (sentados o de pie) gracias a elementos móviles (paneles, estantes…).
La idea fue bautizada como Action Office y contó con demasiadas reticencias por parte de los empresarios, que se resistían a acometer una mayor inversión. Sin embargo, la irrupción del ordenador obligó a una transformación radical en los métodos de trabajo y a adoptar una versión actualizada del Action Office en cuanto a esa nueva necesidad de autonomía personal. Claro que Propst había diseñado un espacio móvil, flexible y su intención se convirtió al final en lo que se conoce como cubículo: “un lugar pequeño y claustrofóbico separado de otros iguales por paneles, solo apto para permanecer sentado, impersonal y alienante”, como lo describe Saval.
Por fortuna el cubículo agoniza ante la conquista de la nueva empresa social surgida en Silicon Valley, hiperconectada a la Red, donde el empleado adquiere más relevancia, donde las estructuras verticales se vuelven horizontales y en el que antes que empezar a producir hay que crear un ambiente propicio para ello. Si Frederick Taylor levantara la cabeza…
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